Koi

Quizás los viajes solo nos sirven para aprender a entender a otros, algo que a veces creemos fácil. Pienso esto mientras veo todas las fotos a árboles y peces que hice en Japón.

Cuando los veía por primera vez pensaba algo que he experimentado en otros viajes: cómo el arte de una región trasmite exactamente lo que ellos ven. Los árboles del Palacio Imperial con sus copas con formas redondeadas eran tan lógica y asombrosamente parecidos a los dibujos de sus cómics, a las pinturas japonesas. Como si los libros que tantas veces leíste y las ilustraciones se volvieran tangibles de repente.

Cuando vemos desde Occidente esa fascinación exótica con los koi, los peces carpas, parecemos estar lejos de entender que una podría detenerse horas mirándolas en un estanque, con sus colores, sus reflejos y sus dimensiones. No sé muy bien por qué, unos versos de Borges, sus tanka, la poesía japonesa que escribió, -quizás por eso-, pasaban una y otra vez por mi mente.

Alto en la cumbre
todo el jardín es luna,
luna de oro.
Más precioso es el roce
de tu boca en la sombra.

Tengo muchas fotos de koi, porque intenté inútilmente quedarme con esa belleza profunda, inesperada y fugaz de verlas moverse bajo el agua. Ya sé que no volveré a ver de la misma manera a esas carpas de colores tantas veces impresas en tazas, telas o enmarcadas en las paredes de algunos restaurantes. Por suerte.

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